Te confieso que estoy pasando por una época complicada. Últimamente siento que una sensación de inconformismo, presión y agotamiento me acompaña a diario.
Miro a mi alrededor y todo el mundo parece ser feliz y estar satisfecho. Al mismo tiempo, el contenido de autoayuda y las sesiones con psicólogos y psiquiatras, no dejan de crecer. En Instagram y Tik-tok cada vez somos más felices, pero las cifras de depresión, ansiedad y suicidios, están en máximos históricos. ¿Qué está pasando aquí?
La presente sociedad parece empeñada en que el valor máximo del ser humano reside no solo en su capacidad productiva, sino también en su capacidad para ser feliz, uniendo peligrosamente ambos conceptos. Y para ser más felices y productivos, debemos superarnos día a día en busca de ser mejores. Más perfectos, más fuertes, más inteligentes.
Según Josh Cohen, el ansia del ser humano por ser perfecto viene de lejos, iniciándose en los comienzos de la revolución industrial, cuando la productividad comenzó a marcar las horas de muchas personas. En la actualidad, todo esto no ha hecho más que intensificarse con la cultura del selfie: hemos erigido una nueva escala de valores en cuya cima habita el yo. Queremos ser mejores profesionales, más productivos, tener más dinero en el banco, sentirnos más guapos y jóvenes y ser más felices.
La felicidad incluso se convierte en una meta insaciable e incierta que está creando una generación de “hipocondriacos emocionales” constantemente preocupados por como ser más felices y ansiosos por corregir sus deficiencias psicológicas.
Esta realidad difiere de los últimos hallazgos sobre la felicidad. El ascenso del estatus social y de los recursos va de la mano de una disminución del tiempo que nos pasamos realizando actividades que nos hacen verdaderamente felices.
Erich Fromm recogía en El miedo a la libertad: “El individuo contemporáneo se ha transformado en el esclavo de la máquina que él mismo construyó”. Y añade: “Las actividades económicas son necesarias: hasta los ricos pueden servir los propósitos divinos, pero toda actividad externa solo adquiere significado y dignidad en la medida en que favorezca los fines de la vida”.
Cada vez vamos más rápidos. Tenemos una obsesión constante por optimizarlo todo. Nuestros calendarios, nuestros entrenos, nuestras dietas, incluso nuestras amistades.
Es agotador. Más y mejor. Siempre. Hasta el infinito y más allá.
Aplicamos la lógica del mundo económico a nuestra vida personal. Si te conformas con lo que tienes —aunque seas asombrosamente feliz— eres un perdedor. ¿Acaso nos hemos convertido en esclavos de la maquinaria que nosotros mismos construimos? ¿Queremos sentirnos agotados, inquietos, frustrados y cansados por qué no somos capaces de seguir el ritmo al que nos empuja nuestro entorno?
Imagínate unas escaleras mecánicas descendentes en un centro comercial. Si tu te paras, si tu dices “tengo suficiente con este coche, con este salario, con esta formación, con esta casa”, gradualmente irás descendiendo sin poder hacer nada más que dejarte arrastrar por la velocidad del mecanismo. Así que si quieres mantenerte donde estás, necesitas correr hacia arriba.
Estas ideas nacen de la teoría de la aceleración que se sustenta en la idea que tenemos en la actualidad sobre lo que significa una buena vida. La buena vida consiste en la realización de tantas opciones como sea posible de entre las muchas posibilidades que el mundo tiene para ofrecernos. Pero como seres mortales que somos, las opciones que nos brinda el mundo siempre serán mayores a las que podamos realizar. La aceleración del ritmo de vida, por lo tanto, aparece como una solución natural ante este problema. Es la respuesta moderna a los problemas de lo finito y la muerte. Creemos que una buena vida o una mejor calidad de ella es una vida repleta de experiencias. Por lo tanto, cuantas más experiencias tengamos, mejor vida tendremos.
Ricos en vivencias, pobres en experiencias.
Necesitamos acumular souvenirs de los lugares que visitamos para recordar esas vivencias, porque somos incapaces casi de recordarlas por nosotros mismos. Y sí, digo vivencias, porque cada vez resulta más complicado tener experiencias que se adhieran a nuestro ADN y a nuestra historia.
El problema no es que progresemos, aceleremos o innovemos; el problema es que nos vemos obligados estructuralmente a hacerlo para quedarnos donde estamos, para mantener nuestro status quo. Si queremos mantener las pensiones, si queremos mantener nuestros puestos de trabajo, necesitamos que la maquinaria siga funcionando y a un ritmo cada vez más acelerado.
¡Qué no pare la fiesta del lexatin!
En una búsqueda constante del ideal, de la perfección y de lo óptimo. Ya no salimos a pasear para respirar aire fresco y mantenernos ágiles, ahora necesitamos medir los pasos que hacemos cada día. Y si no llegas a 10.000 pasos diarios, los gurús de turno se encargarán de hacerte sentir culpable por ello. Incluso tendrás la sensación de no haber caminado lo suficiente si ningún dispositivo se ha encargado de monitorear tu actividad. Pero esta velocidad, nos está empezando a pasar factura. Esta búsqueda constante de crecimiento y de optimizar todos nuestros movimientos, tiene sus consecuencias.
Puedes actualizar ahora mismo todos los chats que tengas pendientes de contestar en WhatsApp o Telegram. Al momento vas a sentir un chute de dopamina y una sensación adictiva de trabajo bien hecho. Al final del día, si vuelves a comprobar tus chats, es posible que la lista sea incluso superior que al principio del día. Es el momento en el que empezamos a sentirnos como Sísifo. De este modo, nos empezamos a sentir presionados por mantener la velocidad que experimenta la vida social y tecnológica para evitar la pérdida de opciones y conexiones. Tienes la necesidad de leer todo lo que se dice en todos tus grupos de WhatsApp, incluso de escribir de vez en cuando. Si no lo haces, tendrás la sensación de estar quedándote atrás, de que incluso tus amigos y conocidos se vayan a olvidarte de ti. Y no es una sensación, es una realidad.
Aunque parece que hemos encontrado un parche ante esta situación, y es el auto convencimiento de que nuestro trabajo y todas las actividades que realizamos para crear opciones nos encantan y nos hacen felices (cuanto daño ha hecho el mantra ikigai).
Y con esta sociedad acelerada, los rápidos ganan y los lentos se rezagan y pierden. Los triunfos y los logros de ayer tienen poca relevancia en el mañana. El reconocimiento ya no se acumula, sino que se evalúa constantemente. La consecuencia de quedarse atrás es ser castigado con falta de reconocimiento, y es por ello que tenemos tanto miedo a quedarnos atrás. Te sientes obligado a leer más rápido, a entrenar más tiempo, ganar más dinero y a ser más productivo. Sientes que no eres capaz de seguir el ritmo a esas personas que venden éxito y logro en sus redes sociales. Y tus genes egoístas, quieren ser como ellos. Les da igual lo que tú quieras.
Ya no hay tiempo para arreglar los problemas. Las relaciones personales funcionan igual que tu aspiradora. Hace años, si se estropeaba, la arreglabas. Ahora si se estropea, vas a la tienda y compras una nueva. Ganamos tiempo, ¿pero para qué? Para seguir haciendo cosas que realmente no queremos hacer, pero no paramos de repetirnos que si, que eso es lo que queremos hacer.
“La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida.”
Tyler Durden en El Club de la Lucha.
Lo más dramático de este tsunami de perfeccionismo y mejora continua que arrasa nuestra sociedad es que la necesidad de ser más y mejores parece orientada no a la propia satisfacción, sino a la validación y el reconocimiento por parte de los demás.
¿Cuál es nuestro propósito como humanidad, más allá del de reproducirnos y sobrevivir que quieren nuestros genes egoístas? ¿Necesitamos ir tan rápido? ¿Qué precio estamos pagando?
En una sociedad que cada vez tenemos más, pero cada vez somos menos, quizás sea el momento de abrir un gran debate social que nos haga reflexionar sobre la dirección que está tomando la humanidad.
David.